PARTE II

La sororidad la concebimos como una hermandad entre mujeres que llevan a cabo un acto de rebeldía contra el patriarcado y contra la forma en la que ha inoculado en el pensamiento de todos que las mujeres vivimos enfrentadas unas a otras permanentemente. Pero cada vez más las mujeres hemos empezado a vernos, a escucharnos, a cuidar unas de otras, desde el respeto mutuo, creando esas redes para cambiar las estructuras de poder y lograr así transformar la sociedad.

Para ello es fundamental el principio de igualdad, el percibirnos iguales dentro de la gran diversidad que hay entre nosotras de clase, religión, raza o cultura. Es evidente que la realidad de una mujer del mundo occidental es muy diferente a la de una indígena boliviana, a una mujer de Senegal o a una de Arabia Saudí. Y esto nos lleva a enunciar otro principio, el de empatía, que nos permite comprender esas realidades diferentes y buscar lo que nos une, esto es, las distintas maneras de opresión que hemos experimentado en nuestras vidas y seguimos sufriendo a día de hoy, unas más visibles y extremas, otras ocultas y subterráneas, pero todas ellas limitantes.

La sororidad busca enfrentar la misoginia allí donde se encuentre: en los usos y costumbres, en los medios de comunicación, en la política y en las leyes. Es una ética que reconoce la dignidad de todas las personas, sean hombres o mujeres, y que encuentra en el patriarcado un obstáculo para el desarrollo de los Derechos Humanos y de las democracias.

La sororidad también es colaborar para que otras mujeres asciendan y rompan el techo de cristal, y que las que llegan a los lugares desde los que se pueden cambiar las cosas no se queden cómodamente aposentadas en su posición, sino que ayuden a las demás a ascender para poder formar parte de las decisiones que nos incumben. Sabemos que juntas podemos más. La experiencia nos enseñó que cuando una mujer llegaba sola a un ámbito de poder, acababa imitando el modelo existente, que era el masculino. Es evidente que una sola mujer no puede cambiar las reglas que se nos han impuesto, pero muchas unidas por la sororidad pueden contribuir a cambiar sus estructuras.

Otro elemento que acompaña a la sororidad y que también recoge la RAE es el de empoderamiento. Proviene de la palabra inglesa “empowerment”. Aplicado a la sororidad, estaría enfocado a que cada una de nosotras adquiriera las herramientas y habilidades necesarias para enfrentar todas las violencias de género en sus distintas manifestaciones. Según Marcela Lagarde, estas habilidades han de asentarse en una firme autoestima precisamente dirigida a aquello en lo que eres discriminada. Su objetivo es desmontar en la sociedad, pero también internamente en nosotras, aquello que nos oprime.

Podemos decir entonces que empoderarse con la igualdad y con la libertad es una práctica transgresora. Por medio de ese empoderamiento llegamos al convencimiento personal de la posibilidad de influir en la propia existencia para cambiarla.

La sororidad nos ha de llevar a ser sororales, es decir, ha de estar presente no sólo en la teoría y en el pensamiento, sino también en el trato y las formas entre nosotras y de nosotras con los demás. Debemos afrontar los conflictos de forma sororal, con respeto, con un lenguaje no violento, que sea incluyente, no excluyente, para poder “soreser”, florecer en sororidad.

Por tanto, la sororidad es alianza, hermandad, apoyo, reconocimiento entre mujeres, empatía, solidaridad, empoderamiento, y todo ello construido sobre el respeto a la diversidad, pues todas somos diferentes y vivimos en mundos con realidades distintas.