SEGUNDA PARTE
La construcción de una cultura de la Paz es un proceso complejo que supone un cambio de mentalidad individual y colectiva. Hay que tener en cuenta que la desconfianza entre pueblos es impuesta en la memoria a través de la intolerancia hacia el propio individuo a través de sus creencias, espacio geográfico, pensamiento ideológico, raza, característica identitaria personal, o cualquier otra segregación por parte de dirigentes o líderes sociopolíticos o religiosos.
Estos, con sus soflamas, inyectan en la gente el miedo a lo distinto y a lo que diferencia, en beneficio e interés del líder carismático que sublima su pensamiento al designio divino o supremo, esclavizando bajo el yugo del “miedo” a sus seguidores, a sus pueblos y son capaces de aniquilar generaciones de seres humanos bajo esa singular incertidumbre en que vive cada persona. Su medio es el dolor que producen las pérdidas, el odio, la herida que no cicatrice para poder llegar a la perpetua guerra entre ellos.
Por otra parte, “una paz fundada exclusivamente en acuerdos políticos y económicos entre gobiernos no podría obtener el apoyo unánime, sincero y perdurable de los pueblos» (Muñoz, 2010) y, en este sentido, la “Paz positiva” reconstruye las competencias humanas para la paz (responsabilidad, diálogo y reconocimiento), como herramientas críticas al servicio de la ciudadanía para transformar la violencia social en los niveles económico, político y cultural. En definitiva, “se busca la recuperación del mundo de la vida cotidiana donde la coordinación de las relaciones humanas se basa en la comunicación y el reconocimiento, frente a la colonización de ese mundo de la vida que producen los sistemas de la economía y el poder” (Martínez Guzmán, 2008).
Lograr la ausencia de condiciones no deseadas en el mundo (guerra, hambre, marginación, ...) y propiciar la presencia de condiciones deseadas (trabajo, vivienda, educación, justicia, …) es un proyecto ambicioso y largo pero factible.
En él, la educación tiene un papel importante, en tanto que incide desde las aulas en la construcción de los valores de los que serán futuros ciudadanos, y esto permite una evolución del pensamiento social.Los cambios evolutivos, aunque lentos, son los que tienen un carácter más irreversible y, en este sentido, la escuela ayuda con la construcción de nuevas formas de pensar. Pero la educación formal no es suficiente para que estos cambios se den en profundidad. La sociedad, desde los diferentes ámbitos implicados y desde su capacidad educadora, también debe incidir en la silente Educación para la Paz.
No podemos olvidar que la paz y la violencia son constitutivas del ser humano y de las sociedades humanas. A modo de ejemplo, los mitos fundacionales de algunas religiones o de algunos imperios se inician con una acción violenta: el fratricidio de Abel a manos de Caín, la historia de la fundación de Roma (Rómulo mata a Remo).
Es cierto que desde la filosofía nunca se ha dado una respuesta definitiva a la cuestión “¿Son los humanos violentos por naturaleza, como afirmaba Hobbes, o seres pacíficos a los que la civilización corrompe, como sugería Rousseau?”; posiblemente ambos tenían parte de razón.
Gracias al avance de las neurociencias y de los estudios filogenéticos en relación con el comportamiento humano, los científicos han determinado que la violencia letal como consecuencia de nuestro pasado evolutivo está en torno al 2%. Aparentemente, en los albores de la humanidad, fuimos tan violentos como se esperaba teniendo en cuenta la historia evolutiva común de los mamíferos, pero este nivel prehistórico de violencia letal no ha permanecido invariable, sino que ha cambiado a medida que nuestra historia ha progresado, principalmente asociado con cambios en la organización sociopolítica de las poblaciones humanas.
Estos estudios demuestran firmemente que la cultura puede modular la violencia letal filogenéticamente heredada en humanos. Por lo tanto, contribuir a la paz es una tarea colectiva en la que todas estamos comprometidas, con mayor o menor conciencia, con afán de libertad o con miedo a la libertad. Hay una parte instintiva en nosotras que dispara conductas agresivas o protectoras de forma impulsiva y no racional. Pero esta parte de nuestra alma concupiscible en el lenguaje platónico o de instancia del “ello” en el freudiano, puede ser trabajada, pulida y encauzada. Esa es, al menos, una de las convicciones principales de la masonería.