6. El JARDIN INTERIOR
Ela está en un lugar indescifrable, más allá del tiempo que conocemos como lineal y a esa distancia que parece inconmensurable, pero que no se puede precisar; decide trabajar en una dura parcela de tierra, sí, plantará un jardín. Se sienta, quizás en una nube, y lo dibuja sobre el aire, en este no-sitio en el que se encuentra, puede hacer que la imagen de lo trazado en el aire emerja con total claridad, nitidez e intensidad cromática, así aparece ante sus ojos un frondoso espacio verde, lleno de flores multicolores. Entusiasmada por su proyecto y plena de seguridad, emprende su viaje.
Desciende a un estado más denso, no es la primera vez que hace este viaje, pero siempre le sorprende la pesadez que experimenta al arribar. Atraviesa, en medio de contracciones, expansiones, un húmedo y apretado túnel y se prepara para olvidar.
Sin embargo, a pesar de esa amnesia primordial, en cuanto su mente y cuerpo están aptos comienza la dura labor impulsada no sabe muy bien por qué. Así como el escultor trabaja la piedra bruta con el mazo y el cincel, Ela trabaja en su parcela.
La tierra es dura y seca, con un pico horada una y otra vez y, cuando piensa que ya puede empezar a plantar, se encuentra basura enterrada, fragmentos diversos y de distinto material, tan duros como el cemento o tan imperecederos como el plástico. El trabajo es arduo, lleva el cuerpo adolorido, pero no puede quejarse de soledad porque a cada tanto surgen circunstancias que la ayudan.
Un día se tropieza con alguien que también trabaja en una parcela de tierra y le habla de una nueva herramienta, un monocultor que sin duda le hace el trabajo mucho más ligero. Otro día después de una jornada intensa bajo un sol abrasador plantando semillas en una sección de tierra, llueve a cántaros, así como si se hubiera pactado cooperación con el clima. A pesar del duro trabajo se siente afortunada, algo siempre la asiste, algo a veces inaprensible la guía y la sostiene cuando descubre algún error garrafal como plantar un rododendro y no acidificar la tierra antes, con el desolador resultado, la pérdida completa de un maravilloso ejemplar. Abatida y con riesgo de colapsar sobre sí misma, se yergue, como si tuviera frente así a la plomada para emular su verticalidad.
Así entre éxitos y fracasos un día decide afiliarse a un grupo de cultivadoras. Con el jardín a medio plantar, aún con zonas duras, salvajes y con algún que otro rincón bellamente logrado. Es curioso, porque este grupo de mujeres trabajan cada una en su propia parcela, pero esta asociación comienza a transformar a Ela, con lentitud. La transformación sutil, casi imperceptible aparece primero en sus sueños que, cargados de significados, la asisten en su ardua tarea diaria como una guía silente. Poco a poco descubre más paciencia para enfrentarse a los reveses de su tarea.
Así se sienta en una loma a contemplar la obra aún inconclusa y observa cómo se revelan ante ella símbolos que siempre han estado allí, pero que ahora cobran sentido y la orientan, como si de una resonancia se tratara, como si entonara junto a sus nuevas hermanas labriegas un canto que la sostiene y la impulsa con más vigor en el trabajo diario.
El jardín es el suyo, pero también es el de todas. El jardín es personal, pero también es el mundo, el jardín es una promesa de herencia próspera. En el centro hay una hermosa pérgola, templo de trabajo y también hogar y sosiego, edificada desde la cadena de unión, cuyas paredes están conformadas por la singularidad de todas las individualidades que han pactado en ofrecerse como pared y pilar.
El trabajo en el jardín comenzó hace mucho y, aunque suene paradójico, está apenas iniciándose también. Es una obra para toda la vida y seguirá tras la finitud de esta como esas ondas concéntricas que se forman en el agua al lanzar un pedrusco. Pero es que estas ondas también preceden al pedrusco mismo, es parte de esos misterios insondables de los muchos viajes en nuestra nave azul.
(Del libro “Mujeres masonas”, Editorial Masónica)