PARTE 1.- Lágrimas como perlas
Las lágrimas simbolizan en los monumentos funerarios el dolor por la pérdida. Lágrimas en forma de perlas acompañan el duelo en numerosas culturas. Por ejemplo en la egipcia las tumbas estaban decoradas con perlas tanto por mostrar la riqueza del difunto como por su valor simbólico; en Méjico han encontrado cestitas llenas de perlas junto a los muertos y en la India llenaban su boca con perlas igualmente… Llama la atención la universalidad del símbolo.
A la lágrima, gotita efímera, agua evaporada después de dar testimonio de la emoción, la sustituye una perla, agua simbólica, pura y bella para pasar del dolor… a la superación o a la transcendencia.
Por supuesto lloramos por emociones diversas y también por dolor físico, por otra parte se ha llorado a lo largo de la historia de maneras muy distintas. En Francia durante el siglo XVIII el llanto se desacraliza para convertirse en un vector de comunicación social, para celebrar los valores democráticos e igualitarios, por lo tanto se llora mucho y colectivamente, tanto en el teatro como en la vida: la sensibilidad es la prueba de la sociabilidad natural, de la humanidad propia al pensamiento de las Luces. Luego, el ideal revolucionario (en su fase del Terror) va a valorar la firmeza y poner bajo sospecha todas las personas que lloren por la sangre derramada. A partir de allí, poco a poco y a lo largo del siglo siguiente se va a promover la dignidad, la contención, el pudor, reservando las lágrimas a la esfera íntima, situación de la que somos todavía herederas. Dicho de paso, cuando las lágrimas eran virtud, los hombres lloraban mucho y muy bien pero luego se convirtió en una falta de control, una falta de gusto, una flaqueza moral… propia del pueblo, de los niños y de las mujeres.
Más allá de las modas y costumbres sociales, las lágrimas afloran cuando las palabras faltan, desde el bebé que grita y llora a falta de lenguaje hasta la persona adulta desbordada que no encuentra palabras para expresar la emoción propia o para el consuelo ajeno. Llorar juntos establece un vínculo como si se tocara una realidad ineludible o una verdad universal que nos une… Aunque cada cual llore por sus penas actúa como un espejo en el que la pena de una responde a la pena de otra.
Antiguamente, existió en algunas sociedades “las plañideras” para llorar- profesionalmente podríamos ironizar- pero cumplían con la función de acompañar a los vivos, de expurgar al dolor y a menudo se acompañaban de unos cantos cuyas palabras guiaban el viaje del alma del muerto.
La reunión en el velatorio con llantos, recuerdos y canciones unía la comunidad como las perlas de un collar o un rosario, reconfortaba y ceñía el tiempo del dolor. Un cuento muy antiguo nos dice la importancia de este tiempo pero también de no quedarse parado allí, es una versión de los hermanos GRIMM y por consiguiente marcado por su época, se titula “La camisita del muerto”:
Una madre tenía un hijito de siete años, tan lindo y cariñoso, que cuantos lo veían quedaban prendados de él; y ella lo quería más que nada en el mundo. Más he aquí que enfermó de pronto, y Dios Nuestro Señor se lo llevó a la gloria, quedando la madre desconsolada y sin cesar de llorar día y noche.
Al poco tiempo de haberlo enterrado, el niño empezó a aparecerse por las noches en los lugares donde en vida solía comer y jugar; y si la madre lloraba, lloraba él también pero al despuntar el alba, desaparecía.
Como la pobre mujer siguiera inconsolable, una noche el pequeño se le apareció vestido con la camisita blanca con que lo habían enterrado y la corona fúnebre que le habían puesto en la cabeza y, sentándose en la cama sobre los pies de su madre, le dijo:
- Mamita, no llores más; no me dejas dormir en mi caja, pues todas tus lágrimas caen sobre mi camisita, y ya la tengo empapada.
Asustóse la madre al oír aquellas palabras y ya no lloró más. Y a la noche siguiente volvió el niño, llevando una lucecita en la mano, y dijo:
- Ves, mi camisita está seca, y ahora tengo paz en mi tumba.
La madre soportó su pena con resignación y paciencia, y el niño ya no volvió más, sino que quedó reposando en su camita bajo tierra.