PARTE I: IDENTIDAD Y ALTERIDAD, DOS CARAS DE LA MISMA MONEDA
Este tema tiene un marcado carácter interdisciplinar y a su estudio han contribuido la filosofía, las matemáticas, la psicología, la sociología, la antropología, el derecho, las religiones, la economía, la historia, etc. Sus aportaciones contienen muchas interpretaciones elaboradas desde perspectivas muy diversas.
¿Desde el análisis de la identidad y la alteridad se concluye necesariamente que las diferencias enriquecen? Hay quien plantea que claramente sí, hay quien lo niega y hay quien sostiene que no hay una necesidad lógica entre el análisis y la conclusión, sino una opción ética basada en valores y razones.
El tratamiento de estos dos conceptos por separado sólo tiene sentido a modo de aclaración de términos y análisis de los mismos, pero en realidad son conceptos inseparables y complementarios.
La palabra identidad hace referencia al conjunto de rasgos propios de cada individuo o grupo, que los caracteriza y diferencia unos de otros. Nuestra identidad está anclada a lo que somos y a lo que creemos ser. Es la respuesta a preguntas como: ¿Quiénes somos? ¿A qué grupos pertenecemos? ¿Qué roles desempeñamos? Y las respuestas a estas preguntas van suscitando otras: ¿Es lo mismo identidad y mismidad? ¿La individualidad es lo mismo que la identidad? ¿Cada ser humano es único y singular pero a la vez comparte cierta identidad como especie? ¿Tiene sentido hablar de identidad en singular?
La identidad personal distingue a un ser humano de sus semejantes y tiene como punto de partida las vivencias de la persona y las experiencias que va acumulando en su proceso de aprendizaje interactuando con la familia, la escuela, los grupos de amigos, las distintas figuras personales e institucionales que le servirán de modelos, los medios de comunicación, las redes sociales, etc.
En esas diferentes interacciones se va forjando la propia identidad, es decir, la conciencia personal que uno tiene de quién es, con sus habilidades, conocimientos, preferencias y carácter propio. Pero, al mismo tiempo, nos permite reconocernos como integrantes de varios grupos y cumpliendo diversos roles. El papel que los otros tienen en la configuración de la propia identidad es decisivo y en nuestra evolución personal van adquiriendo conforme crecemos un mayor protagonismo. El ámbito de las relaciones e interacciones con los otros se irá ampliando y diferenciando conforme asumimos diferentes roles sociales.
¿Hay algo que permanece en la persona inalterable a lo largo de toda su vida y que constituye su identidad (identidad esencialista o fuerte) o somos el conjunto de experiencias, aprendizajes, usos y costumbres que vamos desarrollando y con las que construimos el relato de quién somos (identidad narracionista o débil)? En el pensamiento tradicional de Occidente ha prevalecido la interpretación esencialista que hoy está muy cuestionada en favor de una interpretación narracionista.
La deconstrucción de la identidad en la actualidad es liberadora para el sujeto. Los que se aferran a la identidad en su sentido fuerte o esencialista son los puristas, los autoritarios, los dogmáticos, los que se creen que hay una verdad única, los que necesitan encontrar la esencia que les tranquilice. Esta concepción fuerte de la identidad esencialista es una especie de fármaco que nos pretende curar del horror al vacío, al sinsentido y a la ausencia de futuro. Pero como todo fármaco tiene efectos no deseados. Nos lleva a caer en el error de creer que hay una verdad única que permanece siempre, que hay un yo que en su esencia siempre subsiste igual y que la identidad del yo se construye de forma totalmente autónoma.
Pero la reflexión sobre la identidad nos lleva a abordar la relación entre los conceptos de identidad y alteridad, pues el uno depende del otro, o lo que es lo mismo, el uno no es posible sin el otro. Es en la relación del yo con el otro, del nosotros con ellos, donde nos construimos como personas, culturas y sociedades.
La alteridad es un principio filosófico que representa la capacidad y necesidad que deben tener las personas para entablar un conocimiento mutuo con el “otro” y, por consiguiente, un conocimiento “del nosotros”. Por tanto, la alteridad es la ruptura con la mismidad, lo que supone aceptar la existencia de “lo otro”, es decir, aceptar la existencia de diversos mundos, cuya convivencia no sólo sea posible, sino necesaria y enriquecedora. Mas hay que entenderlo desde una perspectiva fraternal, donde el término amor por “el otro” prepondere por encima de las culturas, de los colores, de los géneros, de las ideologías, de las religiones, ya que todos somos iguales, vivimos en el mismo planeta y compartimos el objetivo común de la búsqueda de la felicidad, de la posesión de la dignidad y de los derechos inalienables.
Debemos esforzarnos para que los cambios culturales profundos que conlleva una auténtica aceptación y valoración de todo tipo de diferencias se conviertan en una realidad consolidada en las culturas del siglo veintiuno. La masonería nos ofrece una caja de herramientas bastante completa para que, al utilizarla, podamos evitar caer en esa trampa de la contradicción que son identidad y alteridad: reduciendo nuestro ego al justo nivel, respetando la identidad de nuestras hermanas y aprovechando la alteridad que nos brindan. Pero debemos tener en cuenta que la fraternidad no se circunscribe exclusivamente a las masonas y los masones sino que ha de proyectarse a todo el género humano.