Salgo a la calle temprano. Hoy toca trabajar en mi centro. El teletrabajo cuesta ponerlo en marcha y me llevo un pen para copiar archivos. Aunque aún no son las 8 de la mañana se ve cierto movimiento en la calle de algunos coches de gente que seguramente va a trabajar como yo. Todo parece fluido y ordenado. Tranquilo. Hace menos de una semana a esta misma hora y en este mismo semáforo, tanto si estaba en verde como en rojo, me encontraba plantada varios minutos por el atasco.
Sólo somos unas pocas personas en el trabajo, 10 o 12 de las 45 o 50 habituales. En el pasillo, con suavidad doblamos la espalda a la pared si nos encontramos, hablo con mis compañeras desde unos corteses dos metros de distancia.
Todo es quietud y tensión al mismo tiempo. Es muy extraño. Me doy cuenta además de que gran parte de mi trabajo existe y tiene razón de ser porque otros hacen otras cosas y todo parece pararse si una pieza se para. Es angustioso. Algunos contratos que iniciamos en enero vamos a tener que suspenderlos o extinguirlos y esas personas no van a cobrar. Me paso la mañana hablando con varias entidades contratantes para pedirles que reubiquen en la medida de lo posible a estas personas. Pero compruebo pronto que muchas compañeras de estas entidades también han tenido que bajar la persiana. ¡Cuánto nos necesitamos las unos a las otras! Me alegro por las que pueden seguir trabajando y mantener sus contratos. Es imposible que todo absolutamente todo se pare. ¡Estaríamos muertas!
Salgo a comprarme algo para almorzar al super de al lado. Sobre un cable en lo alto y entre dos edificios veo un cernícalo posado y sus padres revolotean invitándole a volar. Insisten hasta que se lanza moviendo sus alas con mayor frecuencia. Es un individuo joven. Probablemente nació en enero y vive ahora su iniciación a la vida más allá del nido. Desde luego ese cernícalo no tendrá ni idea del coronavirus pero no estaría disfrutando de su primer vuelo en una mañana especialmente limpia de no ser por el descenso abrupto de los niveles de contaminación de un día como hoy. Los tres vuelan cada uno a su estilo, el joven con aleteos secos y sin parecer ir a ningún sitio; los padres, más estilosos y gráciles sin separarse de él. Es una escena bonita. En momentos como este pienso en eso del microcosmos y del macrocosmos. Yo aquí abajo lidiando con lo que me toca y esas rapaces lidiando también con lo suyo, que no es poco.
Casi a las 4 de la tarde regreso a casa y al confinamiento doméstico. Mis hijos no parecen notarlo demasiado. Los fines de semana ya nos cuesta convencerlos para que salgan con nosotros a pasear y a hacer un poco de ejercicio. Son buenos chicos, pero tienen un enganche al ordenador que me asusta. Me siento fracasada cuando veo las horas que pasan delante de la pantalla y sólo espero que más pronto que tarde pasen a otra cosa.
Son las siete ya y al caer la tarde me pongo a recoger la ropa del tendedero. Desde la ventana del lavadero el día se apaga mientras una bandada de gaviotas surca el cielo y regresa a la costa después de pasar la jornada en los vertederos del interior. Las gaviotas, que para muchos son una plaga, eliminan muchos de nuestros desechos. Las llaman carroñeras, pero se pasan el día zampándose nuestra porquería, nuestros virus y bacterias, que sueltos por ahí bien podrían enfermarlas.
A última hora me llama una amiga a la que no veo hace años. Tiene una discapacidad intelectual y vive con su padre ya muy mayor. Pese a que le he insistido no se baja la aplicación de wasap. Creo que es porque no sabe escribir bien y le digo que puede grabar su voz y la aplicación la escribe. Creo que no me entiende, pero le digo que ya tengo un accesorio para hablar por el móvil y escucharla por los audífonos, que la próxima vez la llamo yo. Estamos en un buen aprieto las dos, yo no la puedo oír y ella no me puede escribir. Así es la vida.
Ha sido un día gris porque el sol no se ha dejado ver mucho, pero no lo ha sido si comprendemos cuánto nos necesitamos y dependemos unos de otros. Quizá haya que parar, frenar en seco, para poder comprenderlo de verdad.
Eso incluye romper y transformar muchas cosas, en particular aquellas que no son auténticas porque se quedan más en las formas, pero carecen de contenido o simplemente porque no nacen del corazón. Me voy a la cama. Ahora seguro que tardo en dormirme dándole vueltas a eso del fondo y la forma, el macrocosmos y el microcosmos, los polos de la humanidad y alguna otra cosa más….
El móvil está todos los días cargado de mensajes. Algunos son cansinos, otros estimulantes… Cada uno a su manera. Me siento privilegiada, mis hermanas están ahí.