10. Ella, más allá del pronombre
Cuando Ella nació todo el mundo la esperaba, era la primogénita, era la esperanza. A ellos les permitiría empezar de cero con una nueva ilusión, y sin decírselo, acordaron olvidar los problemas del pasado y tapar, para algunos sus propias vergüenzas.
Ella recibía sin quererlo un mandato, el mandato de ser y hacer lo que aquellos que eran su familia consideraban lo correcto. No podía permitirse dudar, las cosas ya estaban escritas. Tenía que ser fuerte y valiente, estudiosa y trabajadora, buena hija, nieta y madre, responsable con ella misma y con los suyos. Todo eso le era impuesto, sin cuestionamiento propio. Ese camino no era el suyo, era el camino de otros.
Ella creció. Se miraba en el espejo de su habitación y ese espejo solo le devolvía la visión de un puzle hecho a piezas, piezas no regulares, piezas no definidas, pero sí trazos de rayas que la atravesaban de un lado a otro, que la marcaban, pero que no eran lo suficientemente profundas para saber si lo que se ocultaba debajo era lo mismo que a primera vista la componían.
Esa idea de cómo son las cosas por dentro, más allá de lo que uno por fuera puede intuir de ellas, comenzó a obsesionarla. Todo empezó a ser un acertijo que debía de resolver para encontrar la verdadera forma, aquella que, aunque no fuera perfecta era el núcleo de las cosas y de una misma.
Esa verdadera razón de la existencia, la que una se da con su autoconocimiento se convirtió en su verdadera obsesión. No se trataba de saber si aquello que los demás veían en ella fuera su verdadera forma, sino que ella misma se pudiera reconocer en esa forma.
Ese trabajo, ese camino, empezó como el de una niña que comienza su primer día de escuela, cuando, solo con tres años, la dejan delante de aquellas inmensas puertas y le empujan por la espalda a conocer un espacio nuevo, donde ninguna relación está predeterminada, ni la experiencia que saques de aquel lugar ni el aprovechamiento de sus conocimientos tampoco.
Ella se sentía así aquel día: dispuesta a atravesar aquella puerta. Empujó la puerta de aquel templo de sabiduría, donde solo esperaba compasión de las maestras por el escaso conocimiento que de ella misma y del resto tenía. A la vez, buscaba refugio en sus compañeras, que ya estando dentro, la ayudarían a dar los primeros pasos de este viaje.
Se puso manos a la obra, desde mediodía hasta la medianoche trabajó sin descanso, con humildad y apego a los suyos y no a las cosas. Para al final no tener miedo a golpear con cincel y mazo ese caparazón formado a imagen y semejanza de otros. No tener miedo a desbastarse, a sentir dudas de una misma, dudas que por otro lado nunca habían sido permitidas. A cuestionarse sus acciones, a saber que, como granos de una granada, ella era tan importante como el resto de seres que la rodeaban, formando una estructura, cual panal.
Ella por fin entendió que no era en sí misma la salvadora de su familia, Ella no podía vivir sin cuestionarse o dudar de las cosas. Ella no era perfecta y si quería llegar a serlo, sería por determinación propia, por tener una función mayor con el resto de sus congéneres. Ella era pieza y no puzle. Ella había decidido ser parte activa de la construcción de este mundo, comprender el simbolismo de las cosas y tomar conciencia de ellas, como la luna refleja su luz.
(Del libro “Mujeres masonas”, Editorial Masónica)